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Since then, at an uncertain hour, That agony returns:
And till my ghastly tale is told
This heart within me burns.
-S. T. Coleridge, The Rime of the Anciente Mariner -
Las primeras noticias sobre los campos nazis de
exterminio empezaron a difundirse en el año crucial de 1942. Eran
noticias vagas, pero acordes entre sí: perfilaban una matanza de
proporciones tan vastas, de una crueldad tan exagerada, de motivos tan
intrincados, que la gente tendía a rechazarla por su misma enormidad. Es
significativo que ese rechazo hubiese sido confiadamente previsto por
los propios culpables; muchos sobrevivientes (entre otros, Simon
Wiesenthal en las últimas páginas de Gli assassini sono fra noi ,
Garzanti, Milán, 1970) recuerdan que los soldados de las SS se
divertían en advertir cínicamente a los prisioneros: "De cualquier
manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos
ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si
alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas,
discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber
ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas.
Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros
llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son
demasiado monstruosos para ser creídos; dirá que son exageraciones de la
propaganda aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a
vosotros. La historia del Lager , seremos nosotros quien la escriba".
Es curioso que esa misma idea ("aunque lo
contásemos, no nos creerían") aflorara, en forma de sueño nocturno, de
la desesperación de los prisioneros. Casi todos los liberados, de viva
voz o en sus memorias escritas, recuerdan un sueño recurrente que los
acosaba durante las noches de prisión y que, aunque variara en los
detalles, era en esencia el mismo: haber vuelto a casa, estar contando
con apasionamiento y alivio los sufrimientos pasados a una persona
querida, y no ser creídos, ni siquiera escuchados. En la variante más
típica (y más cruel), el interlocutor se daba la vuelta y se alejaba en
silencio. Es éste un tema sobre el cual volveremos, pero es importante
subrayar ya cómo ambas partes, las víctimas y los opresores, se daban
cuenta de la enormidad y, por consiguiente, de lo imposible que sería
darle credibilidad a lo que estaba sucediendo en los Lager : y, podemos añadir aquí que, no sólo en los Lager
sino también en los guetos, en la retaguardia del frente oriental, en
los cuarteles de la policía, en los asilos de deficientes mentales.
Por fortuna, las cosas no han sucedido como temían
las víctimas y los nazis esperaban. Hasta la más perfecta de las
organizaciones tiene algún defecto, y la Alemania de Hitler, sobre todo
en los meses anteriores a su derrumbamiento, estaba lejos de ser una
máquina perfecta. Muchas de las pruebas materiales de los exterminios
masivos fueron destruidas, o se intentó destruirlas más o menos
hábilmente: en el otoño de 1944 los nazis hicieron saltar las cámaras de
gas y los crematorios de Auschwitz pero sus ruinas subsisten todavía y,
a pesar de los malabarismos de sus epígonos, es difícil explicar su
finalidad recurriendo a hipótesis fantasiosas. El gueto de Varsovia,
tras la famosa insurrección de la primavera de 1943, fue arrasado, pero
el celo sobrehumano de algunos combatientes-historiadores (historiadores
de sí mismos) logró que, entre los escombros de muchos metros de
espesor o escondidos detrás de los muros, otros historiadores
encontrasen los testimonios de cómo, día a día, en aquel gueto se había
vivido y se había muerto. Todos los archivos de los Lager
fueron quemados durante los últimos días de la guerra. Ha sido
verdaderamente una pérdida irreparable, hasta el punto de que hoy se
discute todavía si los muertos fueron cuatro, seis u ocho millones pero,
en cualquier caso, se trata de millones. Antes de que los nazis
hubiesen recurrido a los múltiples y gigantescos crematorios, los
innumerables cadáveres de las víctimas, deliberadamente asesinadas o
consumidas por las privaciones y !as enfermedades, podían constituir una
prueba, y tenían que ser eliminados fuera como fuera. La primera
solución, tan macabra que cuesta decidirse a contarla, fue la de
amontonar simplemente los cadáveres, centenares de miles de cadáveres,
en grandes fosas comunes. Se hizo especialmente en Treblinka, en otros Lager
menores y en la retaguardia rusa. Era una solución provisional, tomada
con una despreocupación bestial cuando los ejércitos alemanes triunfaban
en todos los frentes y la victoria final parecía segura: ya se vería después
lo que habría que hacer, el vencedor es dueño también de la verdad,
puede manipularla como quiere, ya se justificarían las fosas comunes de
alguna manera. De harían desaparecer o se atribuirían a los soviéticos
(que, por otra parte, en Katyn demostraron que no se quedaban atrás).
Pero tras la derrota de Stalingrado lo pensaron mejor: más valía no
dejar huellas. Los mismos prisioneros fueron obligados a desenterrar
aquellos desdichados restos y a quemarlos en hogueras al aire libre,
como si una operación de tamañas proporciones y tan poco habitual
pudiese pasar desapercibida.
Los mandos de las SS y los servicios de seguridad
se dedicaron, después, con el mayor esmero, a evitar que quedara
testimonio alguno. Éste es el sentido (difícilmente podría pensarse en
otro) de los agónicos traslados, en apariencia descabellados, con que se
terminó la historia de los campos nazis en los primeros meses de 1945:
los sobrevivientes de Majdanek a Auschwitz, los de Auschwitz a
Buchenwald y a Mauthausen, los de Buchenwald a Bergen Belsen, las
mujeres de Ravensbrück a Schwerin. En resumen, todos debían ser
sustraídos a la liberación, deportados de nuevo hacia el corazón de
Alemania, que estaba siendo invadida por el este y por el oeste; no
importaba que muriesen por el camino, lo que importaba era que no
contasen nada. En realidad, después de haber sido centros de terror
político, luego fábricas de muerte y, sucesivamente (o al mismo tiempo),
una ilimitada reserva de mano de obra esclava continuamente renovada,
los Lager se habían hecho peligrosos para la Alemania
moribunda, porque guardaban el secreto de ellos mismos, el mayor crimen
cometido en la historia de la humanidad. El ejército de larvas que
todavía vegetaba en ellos estaba formado por Geheimnistrâger ,
detentores de secretos, de los cuales era necesario librarse; destruidas
ya las fábricas de exterminio, a su vez elocuentes, se decidió
trasladarlos al interior, con la absurda esperanza de poder recluirlos
todavía en otros Lager , menos amenazados por los frentes que
se iban acercando, y de explotar su última capacidad laboral. Y con otra
esperanza menos absurda: que el tormento de aquellos éxodos bíblicos
redujese su número. En efecto, su número se redujo de forma pavorosa.
Sin embargo, hubo alguno que tuvo la suerte y el valor de sobrevivir, y
ha quedado para dar testimonio.
Es menos conocido y ha sido menos investigado el
hecho de que muchos detentores de secretos se encontrasen también de la
otra parte, de parte de los opresores. Aunque fuera verdad que eran
muchos los que sabían poco y pocos los que sabían todo. Nadie podrá
nunca determinar con precisión cuántos, dentro del aparato nazi, podían no conocer
las espantosas atrocidades que se estaban cometiendo; cuántos sabían
algo, pero estaban en condiciones de fingir que lo ignoraban; y cuántos
hubiesen tenido la posibilidad de saberlo todo, pero eligieron la vía
más prudente de tener los ojos, los oídos y sobre todo la boca bien
cerrados. Como quiera que haya sido y, aunque no pueda suponerse que la
mayoría de los alemanes aceptara la masacre sin inmutarse, la verdad es
que la escasa difusión de la verdad sobre los Lager constituye
una de las mayores culpas colectivas del pueblo alemán, y la
demostración más clara de hasta qué grado de vileza lo había reducido el
terror hitleriano. Una vileza que se había convertido en hábito, tan
profunda que impedía a los maridos hablar con sus mujeres, a los padres
con sus hijos. Vileza sin la cual no se habría llegado a las mayores
atrocidades, y Europa y el mundo serían hoy distintos.
No hay duda de que quienes conocían la horrible
verdad por ser (o haber sido) sus responsables, tenían buenas razones
para callar; pero, en cuanto depositarios del secreto, ellos no siempre
tenían la vida asegurada, aun cuando callasen. Lo prueba el caso de
Stangl y de los demás verdugos de Treblinka que, luego de la
insurrección y el desmantelamiento de aquel Lager , fueron trasladados a una de las zonas partisanas más peligrosas.
La ignorancia buscada y el miedo han acallado también muchos posibles testimonios de "civiles" sobre las infamias de los Lager . Especialmente durante los últimos años de la guerra, los Lager
constituían un sistema extenso, complejo, profundamente compenetrado
con la vida cotidiana del país; se ha hablado con toda razón de univers concentrationnaire ,
pero no era un universo cerrado. Sociedades industriales grandes y
pequeñas, haciendas agrícolas, fábricas de armamentos, sacaban provecho
de la mano de obra prácticamente gratuita que proporcionaban los campos.
Algunas agotaban a los prisioneros sin piedad y aceptaban el principio
inhumano (y estúpido también) de las SS, según el cual, un prisionero
era igual a otro y, si moría de cansancio, podía ser sustituido de
inmediato; unas pocas intentaban cautamente aligerar sus penas. Otras
industrias, o tal vez las mismas, sacaban provecho del aprovisionamiento
de los propios Lager : maderas, materiales de construcción, la
tela a rayas de los uniformes de los prisioneros, las verduras
desecadas para el potaje, etcétera. Los numerosos hornos crematorios
habían sido proyectados, construidos, monta-dos y verificados por una
empresa alemana, la Topf de Wiesbaden (que aún estaba activa a finales
de 1975: construía crematorios para uso civil, y no había considerado
necesario hacer cambios en su razón social). Es difícil pensar que el
personal de estas empresas no se diese cuenta del significado exacto de
la calidad y de la cantidad de las instalaciones que les encargaban los
mandos de las SS. El mismo razonamiento puede hacerse, y se ha hecho, en
lo que se refiere al suministro del veneno empleado en las cámaras de
gas de Auschwítz. El producto, esencialmente ácido cianhídrico, se usaba
desde hacía muchos años para desinfectar bodegas, pero el brusco
aumento de la demanda a partir de 1942 no podía pasar inadvertido. Debía
provocar dudas, y ciertamente las provocó, pero fueron sofocadas por el
miedo, por el afán de lucro, por la ceguera y la voluntaria ignorancia
ya aludida, y, en algunos casos (probablemente pocos), por la fanática
obediencia nazi.
Es natural y obvio que la fuente esencial para la
reconstrucción de la verdad en los campos esté constituida por las
memorias de los sobrevivientes. Más allá de la conmiseración y de la
indignación que suscitan, son leídas con ojos críticos. Para un
verdadero conocimiento del Lager , los mismos Lager
no eran un buen observatorio. En las condiciones inhumanas en que se
mantenía a los prisioneros es raro que éstos pudiesen adquirir una
visión de conjunto de su universo. Podía suceder, sobre todo para
quienes no entendían el alemán, que los prisioneros no supiesen siquiera
en qué punto de Europa se encontraba el Lager donde estaban y
al que habían llegado después de un viaje agónico y tortuoso en vagones
sellados. No conocían la existencia de otros Lager aunque
estuviesen a pocos kilómetros de distancia de ellos. No sabían para
quién trabajaban. No entendían el significado de ciertos cambios
imprevistos en las condiciones ni los traslados en masa. Rodeado por la
muerte, muchas veces el deportado no estaba en condiciones de valorar la
magnitud de la aniquilación que se estaba llevando a cabo ante sus
ojos. El compañero que hoy trabajaba a su lado, mañana había
desaparecido: podía estar en la barraca de al lado o borrado del mapa;
no había posibilidad de saberlo. Se sentía, en resumen, dominado por un
enorme edificio de violencia y de amenaza, pero no podía formarse una
imagen de él porque tenía los ojos pegados al suelo por las vitales
necesidades cotidianas de cada minuto.
Esta carencia de visión general ha condicionado los
testimonios, orales o escritos, de los prisioneros "normales", de los
no privilegiados, es decir, de aquellos que constituían el nervio de los
campos y escaparon de la muerte sólo gracias a una combinación de
sucesos fortuitos. Eran mayoría en el Lager , pero una minoría
exigua entre los sobrevivientes: entre ellos son mucho más numerosos los
que en la prisión gozaron de algún privilegio. Al cabo de los años, hoy
se puede afirmar que !a historia de los Lager ha sido escrita
casi exclusivamente por quienes, como yo, no han llegado hasta el
fondo. Quien lo ha hecho no ha vuelto, o su capacidad de observación
estuvo paralizada por el sufrimiento y la incomprensión.
Por otra parte, los testigos "privilegiados"
disponían de un observatorio ciertamente mejor, aunque sólo fuese porque
estaba en una situación elevada y, por consiguiente, dominaba un
horizonte más extenso, aunque también estuviese falseado, en mayor o
menor medida, por el mismo privilegio. Hablar del privilegio (¡no sólo
en los Lager !) es una cuestión delicada, y trataré de hacerlo
con la mayor objetividad posible; aquí sólo aludiré aI hecho de que los
privilegiados por excelencia, los que habían accedido al privilegio por
haberse sometido a las autoridades del campo, no han testimoniado en
absoluto, por motivos obvios, o bien han dejado testimonios llenos de
lagunas, distorsionados o totalmente falsos. Los mejores historiadores
del Lager han surgido, por consiguiente, entre los
contadísimos que han tenido la habilidad y la suerte de llegar a un
lugar de observación privilegiado sin someterse y la capacidad de contar
lo que han visto, sufrido y hecho, con la humildad de un buen cronista,
es decir, teniendo en cuenta la complejidad del fenómeno Lager ,
y la variedad de los destinos humanos que allí se cruzaban. Era lógico
que estos historiadores hayan sido casi todos prisioneros políticos:
porque los Lager eran un fenómeno político; porque los
políticos, mucho más que los judíos y los criminales (éstas eran, como
se sabe, las tres categorías principales de los prisioneros), podían
recurrir a un fondo cultural que les permitiese interpretar los hechos
que presenciaban; porque, precisamente como ex combatientes, o incluso
como combatientes antifascistas, se daban cuenta de que su testimonio
era un acto de guerra contra el fascismo; porque tenían un acceso más
fácil a los datos estadísticos; y, en resumen, porque con frecuencia,
además de ocupar puestos importantes en los Lager , pertenecían
a las organizaciones secretas de la defensa. Al menos en los últimos
años sus condicionamientos de vida eran tolerables, hasta el punto de
permitirles, por ejemplo, escribir y conservar sus apuntes; cosa que no
era imaginable que ocurriese con los judíos, y que los criminales no
tenían ningún interés en hacer.
Por todas las razones aquí señaladas, la verdad sobre los Lager
ha ido saliendo a la luz a través de un camino largo y de una puerta
estrecha. Muchos aspectos del universo de los campos de concentración no
han sido todavía examinados en profundidad. Han transcurrido ya más de
cuarenta años desde la liberación de los Lager nazis; durante
este respetable período han surgido impresiones contradictorias que
intentaré reseñar con el fin de clarificarlas.
En primer lugar, el tiempo transcurrido ha
permitido la decantación, proceso normal y deseable que otorga la
perspectiva y el claroscuro sólo posibles de percibir decenios después
de acaecidos los hechos. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, los
datos cuantitativos sobre las deportaciones y sobre las matanzas nazis,
en el Lager y en otras partes, no se conocían todavía. Tampoco
era fácil asimilar su alcance ni sus pormenores. Apenas desde hace unos
años se está comprendiendo que las matanzas nazis han sido
tremendamente "ejemplares" y que, si no ocurre algo peor en los años
próximos, serán recordadas como el hecho central, la mancha de este
siglo.
Por otra parte, el transcurso del tiempo está
provocando otros efectos históricamente negativos. La mayor parte de los
testigos, de la defensa y de la acusación han desaparecido ya. Los que
quedan y todavía están dispuestos a dar testimonio (superando sus
remordimientos o sus heridas) tienen recuerdos cada vez más borrosos y
distorsionados. Con frecuencia, sin darse ellos mismos cuenta, están
influidos por noticias de las que se han enterado más tarde, por
lecturas o relatos ajenos. En algunos casos, naturalmente, el olvido es
simulado, pero los muchos años transcurridos lo hacen verosímil, aun en
un juicio; los "no sé" o "no sabía" de muchos alemanes de hoy, ya no
escandalizan. Sí escandalizaban, o debían haber escandalizado, cuando
los hechos acababan de suceder.
De otra simplificación somos responsables nosotros,
los sobrevivientes, o, más exactamente, aquellos sobrevivientes que han
aceptado vivir su condición del modo más fácil y menos crítico. No es
cierto que las ceremonias y las celebraciones, los monumentos y las
banderas, sean siempre y en todas partes lamentables. Cierta dosis de
retórica es tal vez indispensable para que los recuerdos duren. Que los
sepulcros, las "urnas de los héroes" encienden los ánimos para lograr
acciones insignes o que, al menos, conservan la memoria de las hazañas
realizadas, era cierto en los tiempos de Fóscolo y sigue siéndolo hoy;
pero hay que tener cuidado con las simplificaciones llevadas al extremo.
Toda víctima debe ser compadecida, todo sobreviviente debe ser ayudado y
compadecido, pero no siempre deben ponerse como ejemplo sus conductas.
El interior del Lager era un microcosmos intrincado y
estratificado, la zona "gris" de la que hablaré más adelante, la de los
prisioneros que en alguna medida -tal vez persiguiendo un objetivo
válido- han colaborado con las autoridades, no era despreciable sino que
constituía un fenómeno de fundamental importancia para el historiador,
el psicólogo y el sociólogo. No hay prisionero que no lo recuerde, y que
no recuerde su estupor de entonces: las primeras amenazas, los primeros
insultos, los primeros golpes no venían de las SS sino de los otros
prisioneros, de "compañeros", de aquellos misteriosos personajes que,
sin embargo, se vestían con la misma túnica a rayas que ellos, los
recién llegados, acababan de ponerse.
Este libro quiere contribuir a aclarar algunos aspectos del fenómeno Lager
que todavía están oscuros. Se propone también un fin más ambicioso;
querría responder a la pregunta más apremiante, a la pregunta que
angustia a todos aquellos que han tenido ocasión de leer nuestros
relatos: ¿hasta qué punto ha muerto y no volverá el mundo del campo de
concentración, así como han muerto la esclavitud o el código de los
duelos? ¿Hasta qué punto ha vuelto o está volviendo? ¿Qué podemos hacer
cada uno de nosotros para que en este mundo preñado de amenazas, ésta,
al menos, desaparezca?
No ha sido mi intención ni habría sido yo capaz de
escribir una obra de historiador, es decir, de examinar exhaustivamente
las fuentes. Me he limitado casi con exclusividad a los Lager
nacionalsocialistas, porque son sólo éstos los que he conocido por
experiencia propia. También he tenido sobre ellos una copiosa
experiencia indirecta, a través de libros leídos, relatos escuchados y
encuentros con lectores de mis dos primeros libros. Además, hasta el
momento en que escribo y, no obstante el horror de Hiroshima y Nagasaki,
la vergüenza de los Gulag, la inútil y sangrienta campaña de Vietnam,
el autogenocidio de Camboya, los desaparecidos en la Argentina, y las
muchas guerras atroces y estúpidas a que hemos venido asistiendo, el
sistema de campos de concentración nazi continúa siendo un unicum ,
en cuanto a magnitud y calidad. En ningún otro lugar o tiempo se ha
asistido a un fenómeno tan imprevisto y tan complejo: nunca han sido
extinguidas tantas vidas humanas en tan poco tiempo ni con una
combinación tan lúcida de ingenio tecnológico, fanatismo y crueldad.
Nadie absuelve a los conquistadores españoles de las matanzas
perpetradas en América durante todo el siglo XVI. Parece que causaron la
muerte de por lo menos sesenta millones de indios; pero actuaban por su
cuenta, sin instrucciones de su gobierno o en contra de ellas; y
distribuyeron sus "crímenes", en realidad muy poco planificados, a lo
largo de un arco de más de cien años; y colaboraron con ellos las
epidemias que involuntariamente llevaron consigo. En resumen, ¿no
habíamos tratado de librarnos de todo ese horror dando por sentado que
se trataba de "cosas de otros tiempos"?
(*) Fragmento del libro del autor Trilogía de Auschwitz. Si esto es un hombre. La tregua. Los hundidos y los salvados .
Prólogo de Antonio Muñoz Molina. Traducción de Pilar Gómez Bedate. 2ª.
ed. Barcelona, El Aleph Editores, 2005. 652 p. (Col. Modernos y
Clásicos, 222). Reproducido en La Insignia con autorización de Océano, de México.
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